jueves, 4 de octubre de 2018

Subimos al auto con Camilo y llama Diego desde Buenos Aires. Comenta que el desayuno es el festival de las harinas, un clásico que se repite, y nos cuenta que ayer mientras grababan por el centro se clavó el gancho de una carpeta que perforó la suela de la zapatilla y no sabe si tendría que darse la antitetánica. Escucho espantada, como si me hubiera vuelto gringa de repente. Camilo se baja en la escuela y nosotros seguimos hablando sin escapar al habitual malentendido. En un momento cualquiera se provoca el cortocircuito. Más de diecisiete años juntos y no podemos reponer ese resto que hace a la completud comunicativa. ¿Serán así todas las parejas?

Vuelvo y me tiro en la cama un ratito más. Le chateo a madre como todos los días. Padre no amaneció bien y nada bueno nos espera. Para que las sábanas no me coopten abro una de las persianas antes de mirar porno: BDSM liviano. Sentador.

Sobre la escaladora escucho música gronchísima y cuando cambio de máquina pongo La Beriso. Mis gustos musicales están en franca decadencia. Pero no me importa. Diego me vuelve a llamar solo para saludarme. Mientras vuelvo en bici pienso en qué bien funciona el matrimonio a la distancia. Y en cómo fui fan de la pareja estable durante miles de años. Ahora no sé qué pienso. Cada vez sé menos qué quiero y qué pienso sobre la pareja, los hijos, el trabajo, la literatura y casi todos los otros etcéteras. Soy la Benjamin Button de las certezas.

Con un vientito otoñal pegándome suave en la cara pienso que va a ser duro volver a trabajar. Le estoy tomando el gusto al dolce far niente, un gesto contracultural tardío en la tierra del time is money. Ya veremos.

Entre tanto:
Así las cosas.