jueves, 30 de agosto de 2018

Todas las crisis, la crisis

Puse Sui Generis mientras lavaba trastes, rompiendo mi preferencia por el silencio excepto en el auto y mientras hago aeróbico. Una vez más Argentina parece resquebrajarse a fuerza de una devaluación brutal a la que nadie le encuentra explicación. O sí. Falta de confianza política. En mi imaginación, hace muchos que veo a la silueta de Argentina como el producto de un meteorito. Es esa imagen la que me dice una y otra vez que por más que por la situación familiar de origen debiera estar ahí, no hay forma de ponerlo en práctica. ¿Acá nos va bien? No, cero. Pero ahí no tendríamos ninguna perspectiva. Triste. Tristísimo.

Ayer hice empanadas. Toda la tarde dedicada a un producto que ni siquiera me gusta. La argentindiad al palo. Busqué a Milo 1.50pm y de ahí fuimos al colegio de Simón porque había estado afiebrado y llovía. Cuando salió ya no llovía, se sentía bien y estaba por irse con unos amigos  al shopping de al lado del colegio. Le arruiné el plan a pesar de insistirle para que se quedara. Vino y musicalizó mientras yo hacía el relleno. Tuve que pedirle que no pusiera música horrible como lo hace habitualmente. Charly, Melero, Cafeta. Bien. Después quiso ponerle sus toques en mi preparación, intervenirla, convencido de que le iba a salir mucho mejor que a mí. Insoportable. A los 16 se cree mil y tengo ganas de regalarlo.

Roberta me llamó 4.15 para decirme que se iba a lo de su nueva amiga Ana, mexa, que vive cerca. Tuve que insistirle para que me pasara el teléfono de Ana porque ella muchas veces no atiende y yo me vuelvo loca. Le dije que la buscaba pero prefirió volver caminando. 15 cuadras caminando en ella: dudosísimo. Simón mientras fue a comprar más tapas porque teníamos solo una docena. Hice el repulgue como si fuera pro y no una discapacitada manual. Quedaron perfectas y hoy se llevaron los tres empanadas para el lunch. Mi gran pequeño triunfo doméstico.

A las 6.20am, Simón le pidió al padre que lo lleve al colegio porque el bus iba a tardar 40 minutos. Volvió a la cama y nos despertamos sobresaltados a las 7.33, hora en la que ya deberíamos estar saliendo para llevar a Camilo. Le dije a Milo que podía no lavarse los dientes, metí el tupper con las empanadas y dos mini mandarinas en su lunchera y salimos corriendo. Cuando llegamos, todavía no se podía entrar. Volví y me metí en la cama. Hace meses que no pasaba una mañana con marido. Gran plan. Después desayunamos juntos, hablando de todo lo que nos sale mal. Antes me quejaba, con una letanía monocorde y sin pausa. Ahora que me entregué ni siquiera me angustio. Mi droga legal es la resignación.

En la hiper del 89 recuerdo estar sentada en la cama de los papás de mi amiga Marcela -tenían un acolchado a rayas de colores muy pop-, viendo cómo subía el dólar minuto a minuto, cómo remarcaban los precios en los supermercados y cómo la gente salía a saquear. Tenía casi 11 años. En el 2001, cuando declararon el corralito, estaba internada en el Hospital Italiano con una amenaza de parto. Creo que fue la segunda internación por la orientación de la cama. En junio le había dicho a Diego, que tenía un trabajo estable después de dos años muy duros (previos a conocernos), que lo que ahorráramos los sacara del banco. El corralito nos agarró con 19mil dólares en el cajón de la ropa interior. Las crisis se tatuan en el inconsciente. Cuando entramos en default Simón ya había nacido. Yo lloraba, puérpera, sobre el cuerpo chiquito de mi bebé, desconsolada por el mundo al que lo había tirado. Y así siguieron los presidentes y la devaluación y los días aciagos. El país se reconstruyó muy lentamente y se vino a pique bastante rápido. Como suele suceder.

El dólar estaba a 36 antes de que me pusiera a escribir y ahora está a 39. Triste, tristísimo.

Así las cosas.

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