domingo, 4 de septiembre de 2016

De abajo vienen notas de bebop profrundo, de ese que ya no soporto escuchar. Simón se pone su playlist de jazz para hacer la tarea (aunque creo que se está preparando el lunch para mañana con las sobras de la comida). Por mi parte intento digerir las carnitas de cerdo (muchos cortes, muy grasosos, hechos durante bastante tiempo), echada en la cama, leyendo columnas de opinión, mirando ropa por internet, charlando con mi hijo menor -que come cereales al lado mío- todo junto, todo mezclado, todo a la vez. Mi marido y mi hija se fueron a comprar un aceite para barnizar el deck que él hizo con sus manos (con ayuda, en algunas instancias del jardinero y sus secuaces) y cuando vuelva veremos un par de capítulos de Chef´s Table Francia. Ayer fue un día raro, de reacomodo. Después de cinco semanas (o más) de no estar en zona, la presencia de mi marido llegó a ser disruptiva. Por suerte mi amiga Mercedes se llevó a mis hijos a dormir a su casa y nuestro reencuentro romántico fue buscando llantas y vituallas en Costco y una pasada rápida por Bed, Bath & Beyond. La noche voló, como todos los días, como este fin de semana, como la vida, que pasa cada segundo un poco más rápido. Hoy estuve sola unas horas felices, comprando algo de ropa, sin tensión, sin apuro, sin pensar en nada. El puro presente. Después tortitas de plátano con requesón mientras hijo mayor hacía guacamole e hija cortaba verduras. Algo del orden de la paz. Algo del orden del amor. Algo del orden de la armonía. Mañana es lunes otra vez, la vorágine de la vida cotidiana, el olvidar el sinsentido, la ciudad, el caos, la muerte siempre como sentido.

Sueño con una huerta (de la que jamás quisiera ocuparme) que nos dé nuestros alimentos. Hoy vino gente a casa. El ruido de la gente, lo familiar, lo sabroso de un buen plato.

Hay nada atrás de todo esto y hay mucho más, en esta música de fondo, en esta compañía, en esta cotideaneidad de lo que  se puede expresar con palabras.

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