martes, 17 de abril de 2012

las tardes

Desde que soy muy chica detesto la tarde. Es un momento híbrido que me produce tristeza y que pocas veces, en soledad, puedo conjurar.

Ayer, mientras trabajaba, con todos mis hijos alrededor, me acordé de todas las veces que caminaba por Gallo hasta Santa Fe, pasando por una casa de regalos que se mantuvo por los años de los años (o no) y por una librería que creo que después cambió y pasó a ser vaya uno a saber qué. La verdulería que quedaba en nuestra cuadra y a la que iba seguido a comprar algo que le faltaba a madre, siguió incólume hasta que nos mudamos, a mitad del 94. La cosa es que caminaba hasta Santa Fe y desde los 8 hasta los 13, doblaba y seguía mi camino hasta Anasagasti, donde estaba el BAE. Dos veces por semana iba primero acompañada y después sola, con una llave colgando de un cordón fluo, a mis clases de inglés. Cuando empecé primer año, madre me anotó en IH y allí fui, también dos veces por semana, pero ahora con profesores nativos, hasta los 19. Cuando terminé sexto terminé también con mis clases institucionales de inglés. Ojalá hubiera seguido. En fin.

Tengo de esas tardes, hasta el 94, un recuerdo grisáseo, tristón. El departamento, en un primer piso a la calle y levemente engéndrico, era feo y ruidoso. Creo que nadie de la familia fue feliz por esa (larga) época. Claro que cuando nos mudamos yo estaba muy entusiasmada porque por fin tenía mi propio cuarto, empapelado con una suerte de pajáros en tonos salmón, mi propio acolchado salmón y un escritorio con cajoncitos (ay, los 80, cuanto mal le hicieron a casi todo). El cuarto grande era de mis hermanas y tenía un cerramiento en el balcón que, por supuesto, nunca sirvió de nada (los cerramientos son un invento inmundo e inusable), estaba pintado de lila y creo que Ale y Marce lo habitaron bastante poco. El pobre kinder quedó confinado a un cuarto de pasillo que tenía una pequeña puerta ventana al patio (que era interno y en el que yo de vez en cuando patinaba, había una mesa de madera con plantas y un gomero plantado en un cantero grande), una puerta a la cocina, una al living y otra al hall de distribución. Un baño era razonablemente grande, con bañadera y el otro era mini, con una ducha, y lo usaba padre exclusivamente. El ruido, con todos los colectivos que doblaban desde charchas y pasaba por la puerta (más el 29 que venía por Gallo) convertían al dpto en un (no tan) pequeño infierno.

Entonces, entrado el menemato, nos mudamos a Las Heras. Padres tenía ya su cuarto en suite, el kinder y yo nuestro respectivo cuarto cada uno y compartíamos un baño amplio, moderno y cómodo. Al poco tiempo Ale se mudó con nosotros y yo perdí espacio pero gané una hermana. No es poco. Aunque tenía poca luz y daba a un paredón, la comodidad nos hizo más felices. El edificio era bastante espantoso, con un estilo grasún que hoy podríamos llamar narco, con una pileta medio inmunda en la terraza parquizada con pasto sintética y en donde el sol te partía al medio. Igual, casi todas las cosas importantes de mi vida transcurrieron mientras vivía ahí y me quedaron los recuerdos más gratos y los llantos más acongojados también, claro. En esa época era una persona de emociones intensas que, con los años, se fueron aplacando. A pesar de que la vida se torna más aburrida, elijo la paz de la estabilidad, sin dudas.

Y yo, en realidad de lo que quería hablar era de lo deprimente que, desde entonces, me resultan las tardes. Son algo irremontable ya viva en pleno Bs As, ya viva en el suburbio mexiquense. De todas maneras, en estos años la angustia menguó indescriptiblemente y soy un ser hiper mega ultra más feliz (???).

Ayyyyyyyyyyy, ¿cómo carajo se me ocurrió tener tantos hijos, eh!??!?!

Más en fin.
Así las cosas.

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