domingo, 22 de enero de 2012

Estoy hiperbólicamente triste. De esas tristezas que duelen y dan autopena. Triste como en el 2003 y eso es mucho decir. Además de poquita cosa me siento abandonada, soy leña del árbol caído. También es cierto que perdí la gracia. Y un montón de otras cosas horribles que no voy a enumerar.

Si no hiciera esta dieta fundamentalista amasaría pan. Y si hubiera tenido una bicicleta y no hubiera estado sola con mis tres hijos, hubiera ido a andar por alguna planicie del valle. Pero nada de eso pasó. Leí en la cama y después al sol mientras algunos de mis hijos nadaban o jugaban por ahí. Comí asado en la plazuela, un asado salvador al que me invitó José cuando la tarde parecía destinada a alguna película infantil en el cine, sufriendo porque el menor no aguanta tanto tiempo y no hay muchos programas acordes para todos. Ahora solo se escucha el ladrido de un perro en algún lugar. Espero a que venga Silvia, a abrirle la puerta para poder meterme en la cama aunque no sean aún ni las 8 de la noche. Los días son muy largos.

Algún día voy a tener una bici plegable, fácil de transportar y voy a sentir la contentez del viento en la cara por un rato. Algún día voy a hacer un pan rico, focaccias y pizzas y jugos de frutas y aguas de sabores y comidas con color. Algún día voy a dejar de explorar el fondo del pozo y veré la luz. O eso espero.

Mañana voy a ver si encuentro un traje de baño menos ridículo y nado diez minutos más. También voy a ver si logro que me den algo de técnica.

Hoy tuve demasiadas ganas de ya estar en mi casa.

Lo que eso signifique.

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