lunes, 9 de enero de 2012

los miedos y las bicicletas


Hace muchos años que tengo el mismo sueño: poder andar en bicicleta como medio de transporte. La gente piensa que por vivir en un suburbio la bici sería ideal pero lamentablemente no funciona. nuestra zona tiene una topografía compleja, llena de subidas y bajadas bastante violentas y desalentadoras.

La cantidad de bikers que vi en Buenos Aires me fue muy grata. Está lleno de gente andando por las bicisendas, en muchos casos con cascos y elementos ad hoc para mejorar el desplazamiento y la seguridad. Dicen que las bicisendas están mal hechas y son incompletas. Tengo muy poco conocimiento bicicletero pero creo que tienen razón. Parecieran estar mal hechas. Sin embargo, algo es mejor que nada y al menos con calor, la gente no para de usarlas. Mi mejor amiga solo se transporta en bici sea de día o de noche, haya o no tomado alcohol. La admiro profundamente y quisiera emularla.

Pero hay un problema. Andar en bici me da miedo. Aprendí a los seis años aproximadamente, en la plaza de Canning y Las Heras, que quedaba enfrente del departamento en el que vivíamos. De alguna de mis hermanas heredé una bici roja llena de stickers y recuerdo el día en el que mi papá me soltó por primera vez a mi suerte, ya sin rueditas. La libertad en el cuerpo. Pedalear rápido por los caminos de esa plaza gris sin tiempo. A veces también íbamos al parque Las Heras o andábamos en Hebraica con mis primos.

Corría febrero del 89. Mis padres habían alquilado una casa con ladrillo a la vista en la zona norte de Pinamar, cerca del golf. Creo que era en la calle Del Centauro. Los nombres de la costa Atlántica argentina son muy particulares. Como éramos muchos, mi mamá tenía que mandar valijas por Rabbione y de paso mandaba nuestras bicicletas. Fue un verano intenso en muchos sentidos.

Una mañana, mientras mi papá le enseñaba a manejar a mi hermana Alejandra hubo alguna desaveniencia y  el Regatta azul terminó estampado contra un tronco de una casa vecina. Como consecuencia, mi papá tuvo un yeso en toda la pierna por el resto del mes, tuvimos que volver en avión y mi hermana nunca más manejó.

Nuestra Cocker Spaniel blanca y negra, Pepper, también era de la partida. La teníamos encerrada porque justo le tocó el celo y una jauría de perros cimarrones venía a rondar durante horas. Finalmente el instinto pudo más y Pepper se escapó, logrando que se la montara un perro callejero a la vista de todos nosotros. Para mí fue bastante traumático a mis once años. Sobre todo porque mi madre tuvo que salir corriendo en un taxi (el coche ya no andaba) para que le dieran un shock hormonal y así evitar el embarazo. Ese verano releí muchas veces la saga de Anne, la huérfana pelirroja y lloré en la cama y en la carpa, a través de los anteojos que ya usaba. También jugamos a los actitos con Fifi y la banda de varones que camanduléabamos.

La cuestión es que una tarde no fuimos a la playa. Creo que había sol pero debía estar fresco. Mis padres dormían la siesta y nosotros intentábamos andar con dificultad por las calles de tierra. Una de las gracias era tirarse por una pendiente que quedaba cerca de la casa. En una de esas me tiré con decisión y valentía, jugando a los bicivoladores pero al ver venir un coche por la calle perpendicular tuve que tirarme de imprevisto sobre un costado y me llené raspones y arañazos varios. Pero eso no fue nada, el problema fue el pánico que sentí. Y del que nunca me recuperé.

Creo que no le dije nada a los adultos. No sabría por qué. Pero desde entonces, la bicicleta no me da confianza. Cada vez que me subo siento que estoy demasiado alta, demasiado expuesta. Ando un poco y me canso rápido. La sensación de libertad no neutraliza el terror a la caída.

Se me ocurrió buscar un triciclo para adultos y ver si soy capaz de subir las cuestas que nos rodean con un rodado semejante.

De todas maneras, sigo pensando que es un medio de transporte inmejorable. Y tengo la esperanza de algún día perderle el miedo del todo y volver a disfrutar del pedaleo y la velocidad. Tampoco pierdo las esperanzas de volver a Buenos Aires, claro. De tener otra vida. Una vida en bici. Y si no, al menos, una vida de peatona.

Entretanto, sigo motorizada.

Así la historia.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

el cagazo que les tengo a las bicis, un verano en entre rios se nos ocurriò alquilar una. Despuès de añares de no usar una parecìa Benny Hill (lo veìas? te acordàs de esa parte donde iba descontrolado con la musiquita de fondo)
Comparto tu miedo, una và desprotegida.

LUZ ENCO dijo...

Bueno, yo mantengo la invitación de ir al centro por Reforma en las ecobicis. Yo saco las tarjetas.