miércoles, 13 de octubre de 2010

miami

A las 7.30pm de mañana sale mi avión y dejo a mis tres hijos con parte de mi familia y la nana de confianza de Carmen durante 8 años.
Hoy, mientras bailaba King Kong Five arriba de la máquina (soy esclava del shuffle, coincidí con Giorgio a pesar de que ya era el mediodía, mi marido tenía razón: no estaba gastado, los headphones no eran los que correspondían), me puse a pensar en qué significaba Miami para mí. Es obvio que en el inconciente colectivo argentino representa lo peor del neoliberalismo noventero. Y lo es. De hecho, la primera vez que hice un viaje largo con mi familia fue en el 92 justamente a la Florida. Una banda de psiconalistas amigos de mis padres habían conseguido unos paquetes baratísimos para ir a Miami, Orlando y un crucero pero resultó ser una estafa o semejante y nadie pudo viajar excepto nosotros, aunque perdiéndonos el crucero (afortunadamente, somos una familia de fóbicos, no lo hubiéramos soportado). Paramos en el Art Decó District que todavía era un lugar bastante deprimente. Goog morning 101 hotel sigue repiquetenando en mi cabeza como la frase que respondía una gorda gigante en la recepción más decadente que puedas imaginar. En Orlando, en cambio, paramos en un apart divino con un lago artificial plagado de patos. Sobre Disney no hay nada que decir: el emporio de la frivolidad, ni más ni menos (el año pasado fuimos a Disneyland que es la misma mierda pero más chiquita). También fuimos a Key West a conocer la casa de Hemingway y algún otro paseo por el estilo.
No sé bien por qué mis padres pensaron que podía interesarnos ir mundo de Mickey. Yo tenía 14 años y mi hermano 11 y jamás había sido un deseo familiar. Fue la primera vez que tuve pasaporte. De eso sí me acuerdo perfecto. Supongo que era lo que se podía. De todas maneras creo que la pasamos bien. Universal sí estuvo bueno. Aunque  para mí la vida ya era un infierno y tenía la cara de orto estampada. De ese viaje viene lo de kinder, sobrevivió casi 19 años.
Al año siguiente también pasamos unos días por pero por un problema de pasajes. Habíamos ido a Saint Thomas y a NY con los B. Yo estaba bastante anorexic en parte por la presencia de Nico aunque debo reconocer que sólo tengo buenos recuerdos de esas vacaciones. Eso sí, a la distancia parece lo que fue: delirante. El costo social del derroche menemista no lo advertí hasta muchos años después. En el momento vivía en una burbuja, como casi todos.
Pasaron los años y Miami se volvió para mí un lugar deplorable, claro. Impensable. El nombre de un disco de Babasónicos, el compendio de todo lo que no quería ser, el wannabe de personajes ajenos y condenables. Hasta que conocí a un pibe que estudiaba artes plásticas, iba al grupo de los jueves, a otro grupo de estudio de Foucault, que me hizo un desayuno alucinante y me enamoré. Como una chorlita. Y un mes después lo fui a ver a...Miami, oh sí, porque ahí se había ido a probar suerte, escapando de una ciudad que le era hostil. Pasé dos semanas en un studio, todo el puto día sola, apostando a la presunción de que el hombre de mi vida. Un preludio hiper representativo de lo que sería nuestra relación: él trabajando y yo sufriendo la soledad inactiva. Sin contar que la mañana en que llegué, después de pasar un rato en lo de unos amigos, me dejó con sus valijas y las mías en la puerta de Mtv para que fuera sola a tomar posesión del dpto. Eso sí: garchábamos como conejos. Yo paseaba por South Beach, leía, miraba Vh1, iba a la playa y dibujaba en un cuardeno con marcadores. Miami se resignificó así rápidamente pero no porque hubiera dejado de ser el decorado de The Truman Show ni porque eludiera su naturaleza de cartón pintado ni la chatura intelectual ni porque la escoria latinoamericana que la habita me cayera mejor sino porque se volvió familiar, así de simple y pedestre.
Volvimos a ir dos meses en el 2003. Dos meses de vivir en el apart, de caminar hasta la oficina donde hacía un traineé después de dejar a Simón en el day care, de sentir la soledad más imponente hora tras hora, el abandono más lacerante. Pero no era la ciudad: era yo. Podría haberla pasado bien pero tampoco es mi naturaleza. Y era demasiado joven para sobrellevar tanta soledad con un hijo y un marido workaholic. Aunque mis padres fueron 10 días de los 60 que estuvimos. Y también estuvieron Pao y Joy pero trabajando y a mí se me hacían más patentes todas mis imposibilidades por ser madre. Tenía 25 y parece de otra vida.
También sobre la máquina pensé que en realidad preferiría ir a cualquier otra ciudad. A una que no conozca como Praga, Estambul, Berlin o Budapest (y sigue la lista) pero esto es lo que hay. Y así lo tomo. Tres días sola con marido, como en las cortas viejas épocas. Tres días sin pensar en qué van a comer los chicos, sin bañar, ni leer cuentos ni cambiar pañales ni juntar ropa.
En fin. No me quejo. Disfrutaré de la playa si la lluvia lo permite.

No miré Mad Men como hubiera querido sino The Wire. Estoy por terminar la primer temporada. Haré la crónica de Miami si es que marido me presta su compu. Por primera vez en años viajaré sin. Es más, no puedo creer que vaya a subirme al avión con una simple cartera con los documentos, el pasaje y dos libros. ¡Milagro! A veces pienso que no me puede estar pasando a mí.
Bueno, chicos.
Así las cosas.
Miamenses.

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