miércoles, 4 de febrero de 2009

crónicas de una cotideaneidad ya conocida

Toda la mañana me la pasé frente a la compu, leyendo estupideces (leo cualquier basura que encuentro incluyendo: Semanario, minutouno, Caras, Gente, Perfil, LaNación, Clarín, Cnnexpansión. Me salteé el Radar y Radar Libros, hay días en que el cacho de cultura me da alergía). Leí un rato del libro que empecé en la playa (no encuentro El testamento francés, ya iba por la mitad), hice llamados del tipo renta de inflable y sillas para cumpleaños de mi hija, hice lista de pendientes, averiguación de requisitos para pasaporte con madre local y padre extranjero y semejantes y a las dos menos cuarto partí. Cargué gasolina, facturé, compré regalos en Gandhi y fui a Plataforma, ahora que las heridas están bastante sanadas, puedo ir tranquilamente ya sin rencores ni resentimientos ni náuseas porque mi lugar, mi lugar por casi tres años, está siendo ocupado por otra persona. Entonces, hice un par de llamados más por el inflable, resolví el tema, esperé que Diego buscara a Roberta (quien obviamente se quería quedar a que le dibujaran tatuajes gigantes y pintados- cuando sea grande quiere tatuarse como Chock que tiene los dos brazos llenos de tatuajes a color- y me lo dice mínimo una vez al día) y fuimos, luchando, a buscar a las corridas a Simón para que llegara a su clase de tenis. Lo inscribí y allí fue, Tita no quiso entrar a ballet porque ya nos íbamos al cumple y prefirió jugar con Bianquita. Llovió. Febrero loco y marzo otro poco. El accuweather pronostica un día espléndido para el domingo. Queremos creer. Finalmente partimos bajo la lluvia con los niños, Pau, su hermana menor y Bianca al cumple de Lisa y Zoe. Simón estaba feliz por toda la comida con dulce de leche y chocolate y porque le encantan las animaciones y no le importa ser un gigantón entre niños de tres años. De repente me di cuenta de que era el más grande y no lo pude creer. Cuando llegamos a México todavía no había cumplido tres, lo tenía que ir a socorrer en las piñatas porque no agarraba ni un dulce y había que llevarlo al baño y esas cosas que hacemos las madres con nuestros hijos chicos. Claro que pasaron muchas cosas pero en eso no me había puesto a pensar, en cómo ahora es de los niños grandes que están con uniforme de la escuela y al que hay que gritarle que no acapare dulces porque hay chicos más chicos (yo me malhumoraba mucho con esas actitudes de los mayores). Y Roberta también es grande y se las arregla sola y no tengo que ir a la piñata a ver cómo le pegan y a cantar y ponerle onda. Lo hice un montón de tiempo y ya me retiré. Bueno, mentira, eso creía. Porque no sólo me quedan siete años de cuidar pequeño en la pileta sino que además en uno y medio tendré que estar cantando dale dale dale una vez más, a voz en cuello, cuidando que al pequeño sin nombre no le saquen un ojo y que junte una cantidad mínima de dulces como para no llorar de frustración. Por ahora me toca ir a comprar los dulces y la comida para este domingo y llenarla y comprar souvenirs (en general no doy porque detesto contaminar el planeta y contribuir a que los niños tengan aún más caries pero todavía no decidí mi accionar para esta fiesta que es la primera más grande que le organizo a Tita) y hacer el pastel y todas las cosas que hacemos las madres para los cumpleaños que son muchas y duran un suspiro.

En fin. En esas estoy, madre full time, con ganas de que las cosas cambien un poco, de que podamos dar un paso más, de que hagamos cosas que estén buenas, de cambiar el giro, de crecer y prosperar y aunque poco tengo en mis manos, haré lo posible para que esto suceda.

Me voy a bañar y al rato a Chedraui y a ver una carreola.
Así las cosas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

aprender a frustrarse es crecer. si los niños no se frustran no crecen. pueden crecer físicamente, pero esperamos otro tipo de crecimiento para ellos, no?
el trabajo de lectora para editorial te vendría de maravillas.