miércoles, 1 de junio de 2011

Crónica de un viaje a Madrid, epílogo


Enfrente mío cuatro italianas, tres grandes y una jovencita, hablan gesticulando. A mi izquierda, una pareja de españoles veteranos hacen una sopa de letras y a mi derecha, una chica de nacionalidad desconocida mira fotos y videos en su computadora. No me engancha ninguna red por lo cual escribo este texto en el Word y temo que cambie el tono, aunque espero que no. En media hora deberíamos estar embarcando. Ya gasté los tres euros que me sobraban en monedas en un chocolate que no me hizo bien pero que necesitaba de forma desesperada. El taxi tardó muy poco en llegar y la señora del mostrador era encantadora. Me sentí bien tratada como hacía mucho no me sentía. Madrid es una ciudad afable y fácil y los españoles resultaron ser mucho más amables de lo que la primera impresión con las azafatas podía darme a entender. Siento que pasaron años desde que me fui de casa y todavía no se cumplió una semana. Tengo muchas cosas que hacer en casa pero poca voluntad, a veces me siento seca de energía para encarar todo lo que hay que hacer y sin embargo, sé que la acción es la única lucha posible contra la negrura. A la vez, recién, leyendo el Las pequeñas virtudes de Natalia Ginzburg (el libro que ayer Santi sacó de su biblioteca para regalarme en uno de los gestos que más aprecio en el mundo) pensé que los humanos creemos conocernos demasiado, creemos saber quiénes somos y qué queremos, hacia dónde vamos, qué sentimos y que muchos factores podemos controlar a voluntad. Pienso cuán equivocados estamos la mayor parte del tiempo, cuán esquivos somos hasta para nosotros mismos y ni hablar para los demás, cuánto podemos sufrir, algunos con más conciencia que otros. Ahora me duele la panza, siento el resentimiento de un día entero de forzar el aparato digestivo hasta lo imposible.
Al final no lloramos y estuvo bien. Después de lloriquearle durante años a los de migraciones de Bs As, dejé de llorar para siempre cuando me tomo un avión. No es lo que elijo vivir lejos de mi origen, no elijo vivir en México, pero es lo que puedo y contra lo inexorable es mejor guardar energía. Mientras pasaba rápido los cuadros que representan imágenes religiosas (casi todos) o cortesanas (el resto), entendí que me interpelan las obras con esa iluminación increíble y casi inexplicable que se acercan de manera peligrosa y explícita al pecado. ¿Cuándo fue que el hombre quiso tomar la vía del bien, la vía imposible?
Estoy cansada y ahora sí voy a dejar. Tal vez abandone por ahora a Ginzburg y retome a Chabon para descansar la mente. El escindirse también es inmanente pero tiene su precio. Ir y volver y con quedar partirse. O no. A veces pienso que nunca debería salir.
En fin. Así las cosas.

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