martes, 6 de septiembre de 2011

1994 (cuento largo)


Uno/Recital
A pesar de que a nosotras no nos gustaba tanto la banda fuimos igual al sótano infecto cerca del colegio. Había estado escuchando una y otra vez el disco para aprenderme las canciones y podía recitar la parte rápida del hit sin respirar.
Antes de las diez estábamos todas en lo de Nati tomando cerveza en esos vasos que parecen tazas, los que tienen una manija y son transparentes. Pensé que eran el premio de una promoción cualquiera pero Nati insistía en que los habían traído de Babiera, que ahí eran super típicos. Ni me gasté en decirle que estaba mandando fruta, que mi hermana vivía en Suiza y yo sabía bien como eran los vasos porque en la última visita, cuando todos se habían peleado con todos por conflictos ancestrales, habíamos paseado por Friburgo y ni los vasos ni el contenido tenían nada que ver con la bosta que estábamos tomando. Los vasos verdaderos no tienen manija, son anchos arriba y finitos abajo y la cerveza rica no es amarilla sino más bien oscura, parda sin ser negra, y tan amarga que se te fruncen todos los músculos de la cara si no estás acostumbrada. Pero disimulé. Nati no era nada afecta a que la contradijeran y menos si era yo.
Sus viejos se habían ido por el fin de semana a Córdoba y la casa era nuestra. Para pasar de un cuarto al otro había que sortear musculosas, pantalones, medias, bombachas, aros, pulseras, cadenitas, relojes y gomitas para el pelo. A medida que desechábamos, dejábamos caer al suelo y ninguna tenía ni medio plan de levantar hasta el día siguiente, cuando la inminencia del regreso no dejara alternativa. Antes de salir nos delineamos los ojos arriba y abajo y nos pusimos rimel. Nati se pintó los labios de rojo fuerte, zarpada. Decía que así le resaltaba el verde de los ojos y las pecas se veían menos.  Las otras se fueron rociando una a una con el mismo perfume de moda que a mí me descomponía. Ni hablar de que el vaho pseudo francés resultaba discordante con el aspecto dark al que aspirábamos a conciencia. Afuera helaba y las camperas nos convertían en carpas enormes y toscas.
Caminamos como una manada ruidosa por las calles desiertas, mareadas por la cerveza y la excitación. Marce vomitó ni bien nos bajamos del taxi, tuvimos que llevarla entre dos para que no se cayera y sentarla en un escalón mientras abrían la puerta. De lejos reconocí a Tomás parado, fumando, vestido de negro. El saco de cuero le quedaba grande y parecía más encorvado que de costumbre. Se me cerró el estómago antes de bajar del coche: si estaba Camila iba a querer irme y si no estaba la noche se iba a convertir en un suplicio, esperando a que el pibe se dignara a hablarme. Cuando nos vio hizo un gesto con la cabeza pero al pasar por al lado de ellos no nos  saludamos.
Armamos un montoncito con las camperas, a un costado, y nos paramos al lado del escenario. Las chicas morían por el cantante y lo miraban fijo, como perdidas, solo les faltaba el hilito de baba y mugir. El pogo se puso intenso y sentí un codazo en las costillas que me dejó unos segundos sin aire pero ninguna se dio cuenta porque bailaban sacadas y medio borrachas. No les dije nada: a veces me aburrían y me parecían unas egoístas de mierda, como esa noche.
Cuando los músicos se tomaron un descanso decidí sentarme sola contra una pared con las piernas flexionadas y la cabeza apoyada sobre una de las rodillas aplastando el cachete. El piso estaba frío. Tenía el jean negro ajustado, un suéter gris enorme y las All Star rojas.
Las chicas seguían tomando pero yo no quise comprar más. No entendía la gracia de emborracharse y la cerveza me daba dolor de panza. Desde donde estaba podía ver a Tomás mover el pie siguiendo el ritmo de la música y aspirar el porro gordo y desprolijo que le pasaban, retenía el humo unos cuantos segundos mientras Mariano le decía algo al oído. Cuchicheaban como viejas de barrio.
La gente empezó a moverse y lo perdí pero no tuve ganas de pararme. Además, ¿qué quería ver? Nunca hacía nada. El sueño y el hastío me mareaban, prendí un cigarrillo y deseé  estar en mi cama o en lo de Nati- todavía no habíamos decidido en qué casa quedarnos- pero las demás querían aguantar hasta el final. Levanté la cabeza, como por obligación. Ninguna me llamó. Debatía entre arrastrarme un poco más cerca o quedarme en mi rincón cuando se me acercó un chico:
-Hola, ¿estás aburrida?
Me habló al oído porque los bajos estaban fuertísimos.
-¿Por qué no vamos a otro lado? –siguió.
-Tengo que esperar a mis amigas –contesté gritando.
Era alto, muy flaco y tenía el pelo de un negro tan brilloso que parecía azul, recogido en una cola de caballo. Lo que más me llamó la atención fueron las pestañas larguísimas, femeninas, que enmarcaban unos ojos almendrados, oscuros. Parecía más grande que nosotras. Quiso saber si iba muy seguido al lugar y yo moví la cabeza despacio de un lado para el otro. Lo miraba fijo y no hablaba.
Después preguntó cómo me llamaba y antes de que pudiera contestarle me estampó un beso baboso con gusto a chicle, alcohol y tabaco. Besaba bien. Pasó la lengua por los dientes, rozó las encías de los dos lados y me pasó la mano por la cabeza antes de meterla debajo del pantalón. Abrí los ojos.

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