miércoles, 7 de septiembre de 2011

1994 (cuento largo)


Siete/Ya no más
Al final hablé con Ramiro el lunes y quedamos en vernos el miércoles. Me contó que había compuesto un tema en la guitarra que le gustaba mucho y que sus tomates estaban geniales. No quise preguntarle demasiado y dije que me llamaban a comer. Se despidió con “un beso, hermosa” y en lugar de alegrarme, me entristeció.
Vino tarde y nos quedamos en mi cuarto. Empezó a hablar en el pasillo y tuve que hacerle un gesto para que se callara, lo último que quería era que apareciera mi viejo a saludar en calzoncillos, algo bastante probable.
Hacía unos meses mi mamá había sacado el acolchado de flores rosas y el empapelado con moños, las paredes pintadas de blanco y la colcha beige con los almohadones negros haciendo juego eran bastante menos humillante. Llevé la tele con la mesita que pasábamos de mi cuarto al de Juan por turnos mientras Ramiro miraba los libros, la lata cenicero y la tortuga de cerámica lila, espantosa, que me había traído Nati de un viaje -y que encima me obligaba a tenerla visible. Le mostré las tres pelis que había alquilado en el video pero me dijo que eligiera yo.
Igual no la vimos ni un poco. A la segunda escena se acostó encima mío, y empezó a frotar su pito, que podía adivinar duro por debajo del jean, sobre mi concha también cubierta; me soltó el pelo y me besó la cara, el cuello, las tetas, la cintura, la panza y la espalda con una dulzura que me calentaba. Mientras, respiraba agitado. Pero cuando quiso sacarme el pantalón por fin me animé a decirle que era virgen.
-Ah, mirá, no parecés  -contestó con una sonrisa y siguió acariciándome pero ya con otra intensidad. –No importa, igual me gusta estar así.
Nos quedamos abrazados en la cama, escuchando música. Sus bandas preferidas eran Nirvana y Smashing Pumpkings pero también otras más viejas, justo tenía puesta una remera con la cara de Luca y un SUMO grande en rojo del otro lado. No insistió para coger ni me hizo preguntas. Compartimos los chocolates que había traído y a las doce y media lo acompañé abajo, seguimos besándonos un rato y cuando por fin se fue, me dio un poco de melancolía.
Esa misma semana papá quiso que fuéramos a almorzar y supe que algo no iba bien porque no era para nada común que quisiera estar solo conmigo. El viernes era el único mediodía que tenía libre así que nos encontramos en su oficina y caminamos hasta el bar de la esquina en el que comía siempre. En el televisor, colgado en una esquina, se veía el noticiero sin sonido. Hundí un grisin en el paquetito de manteca y dije tres bien seguidos a las preguntas sobre el colegio, inglés y la vida en general. Después de pedir dos milanesas con puré, una Coca para mí y un agua con gas y mientras hacía bolitas con la miga del pan que se había estado comiendo -lo que me parecía ridículo y asqueroso en un señor grande- al final me enteré el motivo del encuentro.
-Hija, estuvimos pensando con mamá y no queremos que veas más a este chico, Ramiro. Juan nos contó que está en rehabilitación, creemos que es demasiado complicado para vos.
Lo miré desconcertada.
-¿Qué? Esto es cualquiera, ustedes no pueden prohibirme nada y Juan es un buchón.
-No te lo estamos prohibiendo, pensamos que es mejor que las cosas no sigan y no quiero que esto sea una pelea. Te compré el equipo de música que querías, te lo llevo a la noche.
-¡Están locos y no me vas a sobornar con un regalo! Me quieren arruinar la vida como siempre.
Se lo dije casi gritando y tuve que hacer mucha fuerza para que no se me escaparan las lágrimas. Pensé en irme pero justo llegó el mozo con los dos platos, estaba tan muerta de hambre que me quedé sentada, comí en silencio, sin mirarlo, y cuando terminé dije que Nati me estaba esperando en su casa para estudiar así que salí sin darle un beso. Desde afuera vi que pedía un flan y se recostaba un poco más en la silla, como si se hubiera sacado un peso de encima.

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