martes, 5 de enero de 2010

El viaje en avión fue larguísimo. El viento en contra no ayuda. El bebé se portó bien, durmió mucho pero siempre a upa mío (no tiene otro lugar en donde ir, claro). Diego decidió que los asientos fueran tres juntos y el mío separado. Mala decisión. La pendejita del al lado tendría 12 o 13 años y se ve que venían de vacaciones, no le ponía mucha onda. La del otro lado, pasando el pasillo, en cambio, era una mina de 34 que estaba alucinada con la paz de Milo (paz recientemente re adquirida porque la estadia porteña fue tortuosa), me contó que la que tenía a su derecha era su hija de 18, que se había casado a los 15 con un señor de 30, que ahora tenía gasolineras, que había trabajado mucho, que tenía un novio de 48 hace cinco años pero que le había dado un ultimatum porque hacía cuatro que estaban comprometidos pero él no daba el paso. En fin, me contó todo eso y cuando llegamos se hizo un super fashion emergency, con maquillaje, tacazos y nuevo outfit. Por suerte me preguntó poco, yo no estaba con ganas de platicar. Llegamos destruídos. Diego parecía borracho del cansancio, después de decidir que era buen momento para definir con qué pantalones se quedaba y cuáles regalaba. Yo, pelotudié en la compu y después me dormí, muerta de frío. Diego se durmió antes, profundamente. El bebé no tuvo una gran noche, cosa que era de esperarse. Y yo desperté agotada. Helada. Tirada y con dolor de garganta. No había nada para desayunar, desastre. Me volví a la cama, llegó Jobis, afortunadamente y desarmó las valijas. Soy lo menos, lo sé. Dormité y finalmente logré levantarme, bañarme con Tita, desenrredarle el pelo y partir al super. No había nada en casa. Nada de nada. Hicimos una compra grande y volvimos. Pero a las cuadras siento el coche raro y efectivamente, llanta hecha mierda (no pinchada y nada más, la goma rota). Quise seguir hasta casa pero no daba. Lo estacioné en la calle y volví caminando con Tita. Tuve que dejar las vituallas en el baúl. Llegué, llamé al seguro, me dijeron que tardarían alrededor de una hora, llamé a un taxi, volví al lugar, cargué el taxi con las bolsas, volví a casa, descargamos las bolsas y me volví al coche con el libro Un final feliz, relato de un análisis. Después de leer un rato y cuando llegó el auxilio me di cuenta de lo ridícula que soy. Podría haber agarrado cualquier cosa pero no, me instalo en mi autito, en el suburbio mexicano con un libro que representa otro mundo, otra vida, otra percepción de todo. La rueda de auxilio, además, estaba rota. El señor me hizo el favor de llevarme a dos lugares para comprar dos llantas nuevas que, por otro lado, me salieron una fortuna. No hablé. En Buenos Aires soy extremadamente extrovertida y en México soy terriblemente antipática. Hacía mucho frío, esperé mucho pensando en cualquier cosa y una de las cosas que pienso recurrentemente es cómo hacía cuando tenía un trabajo en serio, me sorprende que me diera la cabeza.
No chicos, no quiero estar acá, quiero volver. Pero dejé todo en las manos de mi marido, soy una esposa mantenida y entregada lo que, como todo, tiene sus pro y sus contras. Parece que en el 2012. Ahora a buscar una casa, arreglarla, conseguir colegios y en dos años, entonces sí, mudarnos.
No estoy muy expresiva. Sepan disculpar.
Así las cosas.
De regreso.

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